Treinta, treinta y una, treinta y dos...
El puñal se clavaba con una facilidad pasmosa, impulsada por una rabia irracional e incontrolable. Como cortar una loncha de queso.
Cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco...
Disfrutaba como un niño mientras la sangre le salpicaba el rostro y se extendía por el suelo formando un charco que se confundía con la oscuridad del viejo callejón. La víctima hacía ya tiempo que había dejado de quejarse. Inerte como un pelele, probablemente había muerto hacía un rato, tal vez con el tercer puñal, que pretendía llegar al corazón y que, probablemente, había logrado su objetivo.
Ni siquiera lo conocía. En realidad, fue el primero que pasó por la calle, escuchando música, lo suficientemente despistado como para no oír la amenaza que se aproximaba a su espalda. El primer ataque se produjo en el costado. El tipo se retorció, dio un grito y cayó al suelo. Por un momento, el asesino pensó que alguien lo habría oído, que tal vez hubiera sido descubierto, que tendría que haber empezado por taparle la boca a la víctima.
Pero habían pasado unos minutos y nadie se había presentado. La labor estaba a punto de ser finalizada con éxito.
Cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, y sesenta.
Ya estaba listo. Sesenta puñaladas diseminadas por todo el tronco, desde el cuello a la cintura, desde un costado al otro. Que la policía forense se entretuviera contándolas. Era el momento del gran colofón.
El asesino sacó de su bolsillo un imperdible, lo clavó en un párpado de la víctima, y enganchó en él un pequeño pedazo de papel.
La rueda comenzaba de nuevo a girar. No había sido un adiós, sino un hasta luego. Le entraron ganas de reír a carcajadas, pero había llegado el momento de abandonar la escena del crimen. El asesino del imperdible había vuelto...
Se reclinó ante el escritorio de su despacho, se encendió un cigarrillo y observó el infinito. Alguien llamó educadamente a la puerta. "Comisario", le dijeron, "alguien quiere verle". "Seguro que no es para nada bueno", pensó él, "nadie me llama para nada bueno". Sin embargo, de sus labios solo brotaron las palabras "¡que pase!". Y no era ninguna rubia despampanante, por supuesto. Eran problemas. Más problemas. "¡Mierda!", pensó. Y aspiró otra calada.