Andrés Gómez salió de su casa vestido de punta en blanco, perfectamente engominado y aparentemente tranquilo. Con las manos en los bolsillos de la chaqueta bajó los escalones del portal y se dirigió a su vehículo.
- Ahí está -dijo entonces Mel. - Despierta, hombre.
Streller se sacudió incómodo en el asiento del copiloto cuando sintió el codo del Mel clavándose en sus costillas.
- ¿Qué pasa?
- Ya sale Gómez, habrá que seguirlo, ¿no? Para eso llevamos cuatro horas aquí sentados. ¿De verdad era esto necesario?
Entre bostezos, Streller se incorporó y fijó su mirada en Gómez, que ya se iba.
- Me has pedido ayuda, ¿no? Pues así se hace. Si le vamos a seguir, habrá que hacerlo bien... Venga, arranca.
Unos minutos después, Gómez paraba en un polígono industrial, bajaba del coche y, con la misma parsimonia, doblaba una esquina entre naves industriales. Streller y Mel salieron corriendo tras él, pero tuvieron que frenar en seco. Gómez se había detenido escasos metros después de torcer.
- Por poco nos pilla.
- Calla, niño. Está ahí parado, creo que está esperando a alguien.
- ¿Crees que sabe que le seguimos?
- Calla. Claro que no.
En ese momento comenzó a sonar a todo volumen una sonata de Chopin. Mel miró a Streller y le vio palidecer. El tipo frío de gabardina y aspecto de espía acababa de cagarla.
- ¿Eso es tu móvil, Streller? Joder, suena a toda hostia.
Cuando Mel volvió a buscar a Gómez con la mirada, este ya se había largado.
- Joder, Streller, en periodismo de investigación serás un crack, pero haciendo seguimientos eres un patoso de cuidado. Gómez ha escapado.
Pero Streller no le hacía caso. Miraba anonadado la pantalla del teléfono.
- Olvídate de Gómez. Que le den a Gómez, joder.
- ¿Cómo que le den a Gómez?
- Esto es muy gordo, Mel. Pero muy gordo. Acabo de recibir un mensaje...
- Y, ¿qué dice?
- Vámonos corriendo. Vamos a comisaría, joder. Gutiérrez va a flipar.