- Bien, chicos, ¿qué opináis?
- Yo lo tengo más claro que el agua, comisario.
- Y yo. Ese tío no solo es un capullo, sino que es tonto de remate.
- En eso, definitivamente, estamos todos de acuerdo.
Mel y Hortensio asintieron a las últimas palabras del comisario. Parecía concluirse, por unanimidad, que Gómez era un tonto capullo. Ahora, había que demostrarlo.
- A ver -dijo Gutiérrez, con tono conspirador. No obstante, pese a encontrarse los tres encerraditos en el despacho, pese a que la luz tenue les confiriera un aire de secretismo y pese a que estuvieran a punto de organizar un plan para cazar a Gómez, no debían olvidar que ellos eran los buenos, que ellos eran la policía, y que Gómez era un joyero que se había robado a sí mismo con, seguramente, intenciones no muy honestas.
- Comisario -se adelantó Mel. - Parece claro que Gómez ha fingido el robo, ¿no? ¿Cómo demostramos eso? ¿Nos sirve el relato de la testigo?
- Debería servirnos -contestó este, cigarrillo en mano. - Pero aunque me fíe de la declaración de la abuela, yo no las tendría todas conmigo si dependiera de ella en el juicio. Entre su sordera y sus cosas allí podría liar una buena. - Hay que cazar a Gómez con las manos en la masa.
- Las joyas deben de estar en algún lugar, comisario.
- Exacto. Escondidas en un lugar que debemos descubrir. Hortensio, investiga la joyería Gómez & Asociados. Dinos en qué puede beneficiarles un robo cometido en su establecimiento. Mira los seguros, las casas de subastas, el mercado negro... lo que veas.
- Hecho, jefe.
- Mel...
- ¿Sí, comisario?
- Te necesito.
A Mel se le iluminaron los ojillos. Material del bueno y de primera mano para su próxima novela.
- ¿Puedes seguir a Gómez?
- ¿Yo? ¿En serio?
- Ponte en contacto con Streller, ese cabrón sabe cómo hacerlo...
- Enseguida, comisario.
- Tenedme al día de todo lo que encontréis.
- ¿Y usted, Gutiérrez? ¿Usted qué hará?
- De momento, tomarme una cerveza en el bar de la esquina y reflexionar un poco. Luego ya veremos. Maldito Gómez, de esta no se libra, aunque solo sea por las molestias que nos ha causado. Se va a enterar.
Se reclinó ante el escritorio de su despacho, se encendió un cigarrillo y observó el infinito. Alguien llamó educadamente a la puerta. "Comisario", le dijeron, "alguien quiere verle". "Seguro que no es para nada bueno", pensó él, "nadie me llama para nada bueno". Sin embargo, de sus labios solo brotaron las palabras "¡que pase!". Y no era ninguna rubia despampanante, por supuesto. Eran problemas. Más problemas. "¡Mierda!", pensó. Y aspiró otra calada.